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Para conseguir una buena cosecha, también es esencial el agua. Y lo mismo ocurre con el cultivo del fruto del espíritu: resultan imprescindibles las aguas de la verdad bíblica que hoy obtenemos a través de la congregación cristiana (Isa. 55:1). Seguramente hemos explicado en muchas ocasiones que las Santas Escrituras son obra del espíritu, y que podemos entenderlas bien gracias a las oportunas ayudas del esclavo fiel y discreto (Mat. 24:45-47; 2 Tim. 3:16). La conclusión es evidente: si queremos que el espíritu influya en nosotros, tenemos que leer la Palabra de Dios y meditar en lo que aprendemos. Todas juntas forman “el fruto del espíritu” y son parte de “la nueva personalidad” cristiana (Col. 3:10). Tal como un árbol da fruto cuando está bien cuidado, una persona manifestará el fruto del espíritu cuando el espíritu santo fluya libremente en su vida (Sal. 1:1-3).